Fue una oferta en el periódico, ‘‘Apartamentos Tolquíe’’ rezó el titular y pensó: ‘‘Dios me quiere’’. El precio, sin duda alguna, fue la mejor noticia que recibía en meses. Era invierno, pero en su ciudad nunca nevó; no obstante, los días festivos se reflejaban en las carreteras, plazas y hogares y Martín lo tomó como un regalo de navidad, con todo y lazo.
Pero era solo un lado de la cara.
En el mundo, todas las grandes ofertas tienen historia. Que nadie la comprara en mucho tiempo, que hubiesen muchas existencias, que el vendedor esté a punto de quebrar, o que el producto esté estropeado; esta última la que lo identificaba.
Tiempo atrás en el número 309, edificio Cazador, se desarrolló un homicidio, ocultaron detalles a Martín. No por temor a no vendérselo, sino por acuerdo mutuo.
‘‘Fue algo que ya pasó’’, le dijo al vendedor.
1.
Martín estaba suspendido en un sillón frente a su televisor, su brazo se alzaba a la altura de su hombro mientras apretaba con cierta fatiga el control y cambiaba los canales. Se llamaba inútil al no encontrar un trabajo que lo mantuviese a flote. Se mantendría a flote con el dinero sobrante del 309 y era su deber administrarlo con cuidad. Con veintisiete años de edad todavía perdía el tiempo.
<<¿Discovery Channel? No>>. CLIC. <<¿History Channel? No>>. <
Sacó del bolsillo su teléfono y miró la hora, el reloj digital advertía las dos de la tarde, pero su cansancio precoz apuntaba las doce de la noche. Se dirigió al baño con paso elástico y lavó su cara. El agua fría era, en menor grado, la taza de café matutina. Miró su reflejo en el espejo, Martín Monroy era un hombre delgado, cabello negro y ligeramente rizado, con dos prominentes entradas y ojos color castaño claro.
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Volvió al sillón y prestó atención al documental de King. Narraban su infancia y madurez e intentaban hacer destacar su perseverancia. Más de una vez Martín deseó escribir. No tenía talento y lo atemorizaba la entrega total a una historia y que ésta no resultase.
De pronto, un murmullo lejano lo interrumpió y la pantalla se cubrió de un muro de nieve. El colmo, ahora no tenía señal.
Estuvo cinco minutos frente a una TV sin recepción. Cinco minutos que se eternizaron. Apagó el televisor y maldijo la mala suerte.
Abrió la puerta que lo llevaba al pasillo, iba a la administración con intención de quejarse. Iba por las escaleras del tercer piso (uno de sus mayores temores eran los ascensores) cuando chocó sin querer el hombro de un tipo con aspecto italiano.
–Ay, lo siento. –Dijo Martín.
–No, no, no pasa nada. Oiga, ¿no es usted del 309? –Le contestó con un cómico acento italiano.
–Sí, sí, lo soy, ¿cómo lo sabe?
–¡Soy el vecino de enfrente! Me llamo Mario Lázzaro, Benvenuto –Contestó y le tendió la mano a Martín con intención de estrecharla.
Mario Lázzaro era un hombre corpulento con una barriga bien alimentada, era de poca altura y aparentaba unos cuarenta años, de pelo corto y totalmente negro, al igual que sus pobladas cejas, lo embargaba además, un imponente mostacho, ojos negros y unas ojeras que sugerían el aspecto hilarante de un mapache, le recordaba a cierto personaje de cierto videojuego.
–Ah… –Dijo, distraído–. Me alegra estar conociendo gente nueva, mucho gusto, me llamo Martín Monroy. –Le sonrió y le respondió el gesto con la mano. Esperó una contestación, pero no le respondieron.
–Bueno, me tengo que ir, voy a administración. Si va a ver televisión, despreocúpese, no se puede. Hasta luego, señor Mario.
Y bajó los escalones.
Por desgracia, para hablar sobre la señal debía caminar bastante. El edificio central estaba a cuatrocientos metros del suyo, sin contar lo trágico que era subir y bajar escaleras. Una vez llegó, se resolvió con la recepcionista y ésta le indicó que el problema era únicamente en el 309 y que un técnico iría lo más pronto posible. Siendo que lo más pronto posible era una hora de espera. El servicio del apartamento era malo, pero como consuelo, barato. Se despidió de Mariana y ella le devolvió una sonrisa odiosa.
Volvió a su hogar y encontró la televisión encendida con la película Beetlejuice de Tim Burton.
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2.
La oscuridad cayó de súbito y ya era hora de acostarse, el sopor que le concedía la noche le obligaba a dormir. El reloj de su celular marcaba las once de la noche. Lo colocó en una mesita al lado de la cama y se desplomó en ella, se quitó la ropa y la tiró al suelo, quedando en calzones. Pasaron los minutos, sus párpados pesaban y ocultaban su iris, pero su mente seguía en pleno funcionamiento, se movía en la cama de un lado a otro y una vez obtuvo la comodidad absoluta, dejó de molestarse.
Una sucesión de imágenes se cruzaron delante de él como un carrete de las cámaras viejas y se atropellaban sobre un fondo negro. No recordaba el contenido, pero a través de una pudo visualizar un rostro desconocido que se deformó y pronunció un alarido.
Se despertó. Le hacía falta aire y le costaba respirar, su cuerpo se sentía agotado, como si vinieses de una pelea de boxeo. Resollaba continuamente. Su cuerpo se alzó en la penumbra y el silencio fue perturbado por el ronquido de los resortes del colchón. Alzó su espalda e inclinó su torso, abrazó sus piernas y luego sacudió sus ojos con las manos. Estiró su cuerpo y cayó de nuevo golpeando la almohada con su cabeza, hizo el mismo proceso que antes, cerrar los ojos y perder la conciencia. Pero fue todo lo contrario, un ruido activó sus sensores y alertó sus sentidos.
Punch. Escuchó un golpe en la pared, detrás de su nuca, en principio no se inmutó, pero otra vez: Punch. Todavía más contundente, y sin embargo, Martín permaneció templado. Punch. El último fue incluso peor que los demás y ya empezaba a tomárselo en serio. Prestó atención por si oía más Punchs, pero tres era la vencida y al parecer quien fuese el causante no quería romper tan armoniosa combinación.
Un ligero eco vibró en la habitación, a diferencia de los golpes, éste se perpetuó y empezaba a silbar, pasó de ser a un sonido extraño y leve, desde lo que creía ser un coro hasta un aullido deformado. Martín tapó sus oídos con ambas manos. El sonido se apagó.
<<¿Qué coño?>>
Era el alarido de un hombre, los vellos de Martín se erizaron y empezaron a brotar ligeros poros, como los que salen cuando te bañas con agua fría. Un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza. Se tumbó y miró el techo por un largo rato, casi eterno, no aguantó y suspiró.
Al día siguiente no pudo levantarse sin pensar primero en aquel grito, era tan real que daba la sensación de haber ocurrido justamente frente a él.
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Quería creerlo, la imagen mental de la escena era confusa y borrosa, como si la hubiesen difuminado con un dedo. Le parecía no haber dormido en toda la noche y a juzgar por su agotamiento, había posibilidades de que no estuviese equivocado, estaba en aquel tipo de situaciones en el que crees que algo no es cierto y sin embargo, estás seguro de que te equivocas. Ese momento de tensión en cuando lanzas una moneda para decidir entre el chocolate y el mantecado y cuando ésta se eleva en el aire, antes de caer ya decides lo que quieres. Así estaba Martín.
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Aguardó.
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Buscó el celular en la mesita, él era más bien el tipo de personas que no le atraían ni un ápice, apenas si lo usaba por una llamada espontánea o para ver la hora, no más.
No lo encontró.
Abrió todos los cajones y le metió la mano a cada uno, pero nada. Martín recordaba donde lo había dejado, lo recordaba muy bien, ¿o acaso también era parte del sueño? <
Detestaba cuando se le perdía algo, no podía llamar a nadie y para colmo no había mujer ni madre que lo ayudase a buscarlo. Cierto era que cuando cargaba encima el celular nunca lo usaba, pero cuando era todo lo contrario, se sentía indefenso.
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Era el mediodía de un domingo, quizá estuviese en su hogar. Mario podría escuchar su historia, también podría regalarle unas galletas como consuelo y una coca-cola, también podría sobarle la cabecita y darle un besito en la mejilla.
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Toc-toc
Dio tres golpecitos a la puerta de Mario Lázzaro.
Tocó otra vez y nadie contestó. Perdió la paciencia y se rindió. Por más que quisiera, Mario no abriría esa puerta ni lo iba a dejar entrar, ni a servirle un cafecito de buenos días.
Iba camino a su habitación, cuando ladeó su cabeza y vio como una mujer de probablemente treinta años limpiaba el pasillo. ‘‘Podría hablar con ella’’, se dijo. Se le acercó y la saludó con la mano.
–Hola, ¿cómo está? Perdóneme si la molesto, pero tengo que… –Un ataque de vergüenza lo embistió–. Sé que está ocupada, necesito contarle algo sobre la habitación 309, ahora vivo ahí y bueno. ¿Sabe algo de ella?
La mujer lo miró interesada, sacudía el polvo con una escoba y se separó de ella cuando la interrumpieron.
–No se preocupe, me llamo María.
Le sonrió, justamente lo que necesitaba para alegrar el día.
–¿Ah sí? Bueno, María, me llamo Martín, mucho gusto. Dime, ¿ha ocurrido algo malo en la 309?
María lo miró extrañada.
–Es una historia bastante extraña. A ver, sucedió hace menos de un año, allí vivía Ángel… ¿Ángel David? Mi memoria me falla, como sea. Murió asesinado en ese mismo apartamento. –Apuntó con el dedo al 309–. Escuché que murió por un arma blanca –María tragó saliva.– Él era un buen tipo, llegamos a hablar una que otra vez y me trató bastante bien. Tenía veinticinco años.
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–¿Sabes algo más, María?
María negó con la cabeza.
Un pensamiento fugaz atravesó su cabeza, el celular y además, el grito y los golpes. ¿Podrían haber sido a causa del denominado Ángel David? Cónchale. Pensar que dormía en un apartamento embrujado era una idea nada atrayente. Claro, aún no estaba seguro un cien por ciento, pero el porcentaje era bastante alto, quizá más del cincuenta por ciento. ¿Y si Ángel buscaba vengarse por invadir su morada? ¿Y si lo hería? ¿Y si le jalaba los pies? ¿Y sí, y sí y si?
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Se dio cuenta de que María escudriñaba todo su cuerpo, incluyendo sus gestos. Recordó que hablaba con la mujer de la escoba frente a él y hace poco estaba formulando ideas precipitadas, ignorándola a ella.
–Lo siento. –Dijo de pronto
–¿Pasa algo?
Lo pensó dos veces, jugó la suerte de contarle. Decidió hacerlo.
–Sí, pasa algo. Escuché tres golpes atronadores ayer, mientras dormía.
María no contestó, perpleja.
–También escuché un eco, creo. Y aumentó y aumentó hasta convertirse en un grito, ¿te sirve de algo?
Siguió sin contestar, Martín se inquietó y ¡Bang! Explotó.
–Para colmo, necesitaba contarle esto a alguien pero no encontré a nadie y no puedo llamar por mi celular porque resulta ser que se me perdió y yo estoy convencido de que se debe a ese fantasma de mierda. Y ahora me siento patético por contarle esto a una persona que conozco apenas hace cinco minutos y… y… ¡coño!
María lo miró, sobrecogida, tal vez con pena ajena. Martín sintió vergüenza.
–Lo siento. –Reprimió un suspiro–. Lo siento de verdad.
–No te preocupes. Es comprensible. –Convino María, todavía exaltada.
–¿Qué me aconsejas hacer?
–Te diré lo que no deberías: pensar en vender el apartamento. –Martín puso cara de asombro–. No te asustes, quiero decir, a lo mejor es un fantasma… a lo mejor no, pero yo conocí a Ángel David y te diré que él no era una persona egoísta, era un buen tipo. Quizá quiere comunicarse contigo. Hasta donde yo sé, los fantasmas son seres que no han conseguido la paz eterna. Quizá aquellos sonidos sean un mensaje, no lo sé. Como te he dicho, quizá. De algo puedes estar seguro, no te va a herir. Confío en ello.
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–¿Sabes? Tengo que pensarlo… yo creo que mejor vuelvo a mi habitación y lo pienso mejor, se te ve ocupada, intentaré verlo desde tu perspectiva, creo que puedo tranquilizarme y si… –en sus adentros juzgaba: <
María asintió con la cabeza y sonrió.
–A todo esto, ¿cómo puedo encontrarte? ¿vives por aquí cerca?
–Estoy en este edificio de domingo a jueves. A esta misma hora.
–Muy bien, gracias por todo.
Como una máquina que estaba programada metió su mano en el bolsillo, recordó que la suerte de su celular estaba con Ángel. El recuerdo le hizo apretar los dientes en una mueca de rabia.
–¿Me puedes decir la hora?
–Tres y tres.
–Gracias, bueno, hasta luego.
–Adiós, Martín.
Se retiró del pasillo y entró nada más con el fin de descansar.
3.
Pasaron dos días tras la charla con María. Entré éstos se comunicó con ella una sola vez.
Tuvo dos noches tranquilas, sin pesadillas, sin gritos, ni encuentros espectrales. ‘‘Ángel David’’, al parecer, estaba de vacaciones.
Martín empezó a creer y aceptar la existencia de Ángel David, dudaba que fuera un fantasma compasivo, agradable, solemne y honrado, aunque también negaba que fuese un monstruo sádico, cínico, que arrastra a sus víctimas en la noche para tragarse sus vísceras. Se encontraba en un punto medio.
Día martes por la mañana y tarde se ocupó de buscar trabajo, buscó entre páginas amarillas del periódico y a su vez, entre amigos que propusieron una que otra entrevista de empleo. Pero no encontró nada. Así que todavía estaba desempleado, pensó por momentos que incluso aceptaría un trabajo como saqueador de tumbas, si eso aseveraba que el dinero no se le iba a acabar tan pronto.
Regresó a su piso por la tarde, derrotado.
<<¿Nada?>>
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4.
Las estrellas se asomaron en el cielo y la luna se quitaba el manto que la refugiaba del día. Martes por la noche y Martín estaba instalado en el sillón, repetían otra vez el documental de Stephen King y comenzó a verlo de nuevo, a decir verdad, él era una de sus mayores inspiraciones.
Al terminar, se enteró de la hora con la ayuda del canal de noticias y hasta ahora, cero celular. Lo extrañaba, advertía la falta de las manecillas del reloj a cada rato. A pesar de no ser un adicto al teléfono, su potecito de llamadas era impredecible. Además, era su despertador los días de semana.
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Caminó por el corto pasillo que lo llevaba a su habitación y se desplomó en la cama. Estaba en aquellos momentos en los que uno desea dormir cuando injustamente los esfínteres o la vejiga (como era en su caso) reclamaban necesidad y obligatoriamente tiene que resignarse a omitir su descanso por un rato.
Al ponerse de pie, su nariz insinuaba un insólito olor a mayonesa. Intentó identificar su procedencia, quiso pensar que sus sentidos lo castigaban, pero no. Venía del baño.
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Como todo humano, pensó lo peor. Supuso, por ejemplo, que un hombre sin piel estaba sentado en el retrete con la pose de El pensador o que una sábana flotaba desde la ducha y lo iba a atrapar o peor aún, que una legión de zombis se escondía detrás de la puerta con la intención de devorarlo o que del retrete se escondiese una Dionea gigante (planta carnívora) y lo tragase por completo, su mente trabajaba a un ciento veinte por.
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Se dejaba llevar por imágenes alocadas, podría estar confundido, podría no ser mayonesa, si bien había desayunado pan con queso y mayonesa, mucha mayonesa, podría no serlo. La puerta de su cuarto estaba abierta y ésta se encontraba delante del baño, por lo que a través del marco podía observarla. Primera vez en su vida veía una puerta con tanto terror, parecía imponente. Se acercó con pasos pequeños, intentaba no hacer ruido, tragó saliva y sus manos se empuñaron. Tocó la puerta tres veces, cada golpe resonó como el chillido de un tambor. Agarró el pomo y lo giró, el chirrido metálico de las bisagras lo aturdió y escuchó un silbido molesto. Su mente silbaba.
Tardó tres segundos en abrir la puerta, dos en reaccionar y uno en patearla. La aporreó tan fuerte que produjo un choque ahogado al contacto con la pared, el olor a mayonesa aumentaba.
Cerró los ojos.
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Pero no ocurrió nada, elevó sus párpados ligeramente. Y nada.
Por muy al contrario de lo que esperaba, nadie lo estaba vigilando y en efecto: nada quería comérselo.
Escudriñó el cuarto de baño completamente.
Su primera impresión era el olor a mayonesa. Se fijó en el espejo del lavamanos y luego en el lavamanos. Por suerte no se asomaba ningún ojo y ni Dios quiera tampoco una mano.
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Como era de esperar en el sector masculino, la taza del retrete estaba alzada. Sin siquiera ver, dirigió su cuerpo al agujero del escusado. Aspiró el aire que expedía y produjo una arcada, percibió un olor hediondo, pútrido, más que respirar la palabra correcta era esnifar.
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Una combinación extraña de heces con mayonesa aglutinada. La pelicular imagen de que podría haber sido pegamento o alguna sustancia extraña lo repugnaba. Dio otra arcada. Era la primera vez que ojeaba su propio excremento con asco, la imagen le sugería una sopa con mayonesa.
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Delante de él, su almuerzo se desvanecía en un caudal de agua al jalar la válvula del retrete y poco rato después, desapareció dejando una mancha de excremento en la porcelana.
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Su mente intentó estructurar todo rápidamente, no captaba la idea de tal broma.
En la tapa del inodoro, en donde uno generalmente coloca el papel higiénico o el cómic de condorito, había algo que lo dejó desprevenido y a su vez lo entusiasmó.
Su celular.
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Desde ese momento dejó de creer que Ángel tuviera la intención de herirlo, llevaba más de una semana viviendo con él, tendría tiempo de sobra para comérselo o lo que sea.
Cogió el celular y lo guardó en su bolsillo, ni siquiera aprovechó la oportunidad de ver la hora, más tarde lo iba a inspeccionar, la idea de que le hubiesen hecho algo a su aparato lo incomodaba. Lavó sus manos y se tiró en la cama.
Encendió el teléfono, un trasto viejo marca Kyocera color rojo, con ralladuras en la pantalla y una estampa en la parte trasera. No lo perdía de vista y lo trataba como si fuera una hostia o una varita mágica. Apretaba los botones con delicadeza. Primera noticia, la batería estaba llena. Investigó la bandeja de mensajes de entrada y salida, eran pocos, así que se animó a leerlos, la mayoría eran de su querida madre. Pero no guardaban ningún secreto. Miró las imágenes, encontró un detalle extraño. Él no era el tipo de echarse fotos, de hecho, no era para nada fotogénico. Vio una foto en la que estaba…
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La pupila era negra y estaba dilatada y el iris mostraba una mancha completamente blanca, se distinguía una ojera pronunciada. El fondo era arrugas de la edad y la luminosidad era leve.
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Vio la lista de contactos y soltó el celular, gritando al instante y ocultando su rostro con la mano derecha. En la lista de contactos, en la primera línea, rezaba textualmente:
‘‘Ángel David’’. Y abajo, en un tamaño pequeño y fino, su número telefónico.
Se le habían quitado las ganas de orinar.
5
Aquella noche no pudo dormir. Intentó reconciliar el sueño, intentó caer inconsciente. Rezaba por olvidarlo todo. Él, que toda una vida apostaba en la frase ‘‘ver para creer’’ había visto y ahora creía. Tenía pruebas y además, tenía miedo. Estaba inmerso en la penumbra de su habitación, su cuerpo completo permaneció tapado el resto de la noche. Pero no cayó en el sopor, la realidad era que, no pudo dejar de pensar en el fantasma, en el ojo y el número telefónico. ¿Qué había tras dicho número? ¿Iba a comunicarse con la parca? ¿Servicios telefónicos del más allá? Se imaginaba a sí mismo sentado en un sofá marcando el número, con las piernas cruzadas, temblando y sintiendo la aspereza del teléfono pegado en su oído. De pronto, intercambiar palabras con La Muerte, o algún recepcionista espectral, o quizá Dios. Preguntarle, ‘‘¿cómo está Ángel David?’’ Como un amigo de mucho tiempo y que le respondiesen, ‘’Está bastante bien, ¿te lo paso?’’, ‘’sí, por favor’’, y escuchar el eco vibrante emanante del teléfono al pronunciar ‘‘¡Áaaangel, es para ti! ¡Contesta!’’ Y comunicarse con él.
Pero de algo estaba seguro, no iba a llamar en la noche. Le era imposible. Mantuvo el teléfono entre los calzoncillos para no perderlo de nuevo.
Amaneció con un sol estéril, sus rayos traspasaban la cortina y le pegaba en los ojos. Se sacudió, atolondrado, se encontraba en los cinco segundos de no-recuerdo-nada en los que su cerebro trabajaba asimilando todo lo que estaba ocurriendo y lo que había ocurrido.
Se acordó, por ejemplo, del celular, del ojo y de Ángel. Alzó sus piernas y se levantó del lado izquierdo de la cama con la pierna izquierda tocando el suelo después con la derecha. Se restregó los ojos con los nudillos y bostezó, el primer bostezo del día.
Caminó hasta el sillón. Que se pudra el cepillo de dientes y la comida. Buscó una mesa a la altura de sus rodillas, la aproximó entre el sillón y el televisor y acomodó los pies ahí, estirándolos completamente. Cerró los ojos y se puso a reflexionar, eran las diez de la mañana y estaba de pésimo humor, ocultado bajo una serenidad hipócrita.
Pasó una hora en la misma posición, situado frente al televisor, estando éste apagado.
Pasó otra hora y su presunta tranquilidad se interrumpió como un aplauso a cinco centímetros de la cara. Alguien tocaba la puerta y no le apetecía abrir. Ni siquiera preguntar quién era. Fuera quien sea.
Tocaron otra vez, el Toctoc lo perturbaba. Rendido y a punto de abrir la boca, escuchó la voz de Mario. ¿Qué buscaba, acaso?
–Espera un rato, ya voy. –Dijo, vociferando un casi inaudible arg.
Se levantó y le abrió la puerta con un poco de recelo.
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–Bienvenido… – Le dijo, ignorando el hecho de que su aliento era tan singular como el del Grinch.
–Ay, muchas gracias. –Contestó, con un deje agotado.
Mario tenía un aspecto desaliñado y bastante cansado, estaba despeinado y lo que era su majestuoso bigote se encontraba desigual, con unos pocos vellos grandes esparcidos alrededor. Parecía haber tenido peores días que él.
–¿Tiene algún problema?
–Sí, cosas del trabajo. Pero no importa, vengo a decirte algo importante pero antes, ¿deseas confesarme algo?
Martín pensó en su suerte con Ángel David y las palabras de Mario sugerían que estaba enterado del tema. Si tuviera que decirle algo, era: ‘‘¿cómo sabes qué tengo que contarte algo?’’
–No, ¿por qué?
–Porque me enteré de que tienes problemas, Martín.
–¿Ah sí? ¿Cómo lo sabes? –Dijo, defensivo
–Espera, no te molestes. No es la intención. Mira, hablé con María y me contó que tienes problemas. Creo que sé de qué son. ¿Te suena… Ángel David?
Martín lo miró, desconfiado.
–Sí, sí me suena. ¿Cómo sabes de su fantasma?
–Espera, ¿He oído bien? ¿Has dicho fantasma?
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–Ángel David… es un fantasma. Pero antes, dime, ¿qué te contó María?
Mario lo pensó.
–María… me contó que estabas preocupado sobre el tema de Ángel David, mira, sé que eres nuevo y que aceptaste este apartamento por su precio. Ángel tiene una historia, ¿sabes? Yo era su vecino y me comunicaba con él con regularidad. Conozco sobre su muerte, yo fui interrogado. –Paró por un segundo y su respiración se tornó agitada–. Fue terrible, los oficiales de policía me presionaron. Ángel me caía bien… y yo bueno, quería que te sintieras cómodo. Quería, de algún modo, hablar contigo sobre ello, ¿sabes? Y ahora me mencionas un fantasma. ¿Qué ha pasado, Martín? Estoy confundido.
Martín le contó, sobre el ruido y el grito; la charla con María y su consejo, también sobre el accidente con la mayonesa. Pero hubo algo que no quiso contarle, un detalle que quiso omitir. Él quería comentárselo, pero su corazón se lo impedía.
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–¡Dio mio! Es terrible, Martín. Realmente lo siento por ti. No puedo creer que David te hiciera tal cosa… Es indescriptible, extraño, terrorífico.
Mario tenía las cejas enarcadas y los ojos vidriosos. Parecía que le hubiesen partido el alma, y Martín sintió pena por él.
–Lo es... –Convino, sin saber exactamente qué responder.
–Martín, quisiera ayudarte a ti, no… quisiera ayudarlos a ustedes, a David también. Quisiera conversar contigo, pero no ahora, quiero. ¿Podríamos reunirnos en algún restaurante? Yo invito. –A Martín le brillaron los ojos–. ¡Ya sé, vamos a Zucchero’s! ¿Sabes dónde es?
Sí, conocía el restaurante, era una pizzería barata y de mala calidad, pero pizzería al cabo.
–Me parece bien, muchas gracias por la invitación, Mario, de verdad…
Sonrió y Mario le devolvió el gesto.
–Gracias a ti, no sé por qué te lo digo, pero te debo las gracias. Me tengo que retirar. Tengo que asimilar lo de Ángel. Por cierto ¿Te parece bien a las siete de esta tarde?
–Me parece perfecto. Cuídate, Mario.
–A dopo, Martín.
Se despidió con una sonrisa nerviosa y se alejó de la habitación, Martín estaba confuso. Pero la realidad era que la visita del italiano en aquella mañana le había alegrado el día. Se posó de nuevo en el sillón, relajó sus piernas en la mesita. Encendió el televisor con el control, colocó The History Channel y disfrutó el documental: Los aztecas. La construcción de un imperio.